En su artículo del martes 23 de junio, la abogada Alexandra Loría falta a la verdad cuando afirma que el proyecto de ley de sociedades de convivencia "otorga a las uniones homosexuales exactamente los mismos derechos y obligaciones del matrimonio". Tal afirmación demuestra que la abogada no se ha tomado la molestia de leer el proyecto, o bien que deliberadamente quiere confundir a la opinión publica.
Cualquier persona que desee formarse una opinión fundamentada puede leer las escasas 5 páginas del proyecto y darse cuenta que este se limita a aspectos patrimoniales y civiles que de ninguna manera iguala estas sociedades con el matrimonio establecido en el código de familia, ni mucho menos afecta a estos ni limita ninguno de sus derechos. Ninguna familia tradicional se ve dañada al otorgársele a las parejas homosexuales algunos derechos muy básicos, todo lo contrario, esta legislación, como la misma Sala Constitucional ha señalado recientemente, es necesaria para llenar un vacío legal que existe en el país.
La actitud de los diputados al dar el visto bueno al texto sustitutivo, lejos de mostrar incoherencia, demuestra que saben cumplir la función para la que fueron elegidos, y esto es el promulgar leyes que cubran las necesidades de todos los ciudadanos a quienes representan, sin distinción de credo, raza, sexo, ni preferencial sexual. En una sociedad democrática y moderna del siglo XXI como la que aspiramos llegar a ser, no puede haber ciudadanos de segunda categoría a quienes se les limiten injustamente sus derechos por no encajar en el patrón de la mayoría, y cuyo estilo de vida no nos afecta ni se nos impone a quienes no lo compartimos, solo se nos pide respetarlo.
Costa Rica es aún una democracia, no una teocracia. Si bien el arzobispo como ciudadano que es, y la iglesia católica, como institución que forma parte de la sociedad costarricense, pueden dar su opinión respecto a temas nacionales, esta de ninguna manera es un mandato a seguir para quienes no compartimos su credo ni mucho menos es de acatamiento obligatorio para funcionarios públicos que si bien tienen la libertad de tener sus creencias personales, a la hora de ejercer su cargo no deben permitir que estas intervengan en su obligación de legislar no solo para quienes comparten su credo y pensamiento, si no para toda la diversidad de ciudadanos que formamos esta sociedad que todos compartimos y ayudamos a construir día a día. Los tiempos en los que el poder religioso dictaba las normas de toda la sociedad quedaron en los oscuros siglos de la edad media y en algunos pocos países con regímenes teocráticos extremistas.
En un mundo en el que los fundamentalismos y los intentos por imponer un pensamiento único no han dejado más que divisiones, odio y dolor, el respeto a la diversidad y trazar una línea de separación clara entre religión y Estado es crucial para el progreso y supervivencia de la humanidad.
(*) Publicado en Diario Extra el 9 de julio de 2009
Cualquier persona que desee formarse una opinión fundamentada puede leer las escasas 5 páginas del proyecto y darse cuenta que este se limita a aspectos patrimoniales y civiles que de ninguna manera iguala estas sociedades con el matrimonio establecido en el código de familia, ni mucho menos afecta a estos ni limita ninguno de sus derechos. Ninguna familia tradicional se ve dañada al otorgársele a las parejas homosexuales algunos derechos muy básicos, todo lo contrario, esta legislación, como la misma Sala Constitucional ha señalado recientemente, es necesaria para llenar un vacío legal que existe en el país.
La actitud de los diputados al dar el visto bueno al texto sustitutivo, lejos de mostrar incoherencia, demuestra que saben cumplir la función para la que fueron elegidos, y esto es el promulgar leyes que cubran las necesidades de todos los ciudadanos a quienes representan, sin distinción de credo, raza, sexo, ni preferencial sexual. En una sociedad democrática y moderna del siglo XXI como la que aspiramos llegar a ser, no puede haber ciudadanos de segunda categoría a quienes se les limiten injustamente sus derechos por no encajar en el patrón de la mayoría, y cuyo estilo de vida no nos afecta ni se nos impone a quienes no lo compartimos, solo se nos pide respetarlo.
Costa Rica es aún una democracia, no una teocracia. Si bien el arzobispo como ciudadano que es, y la iglesia católica, como institución que forma parte de la sociedad costarricense, pueden dar su opinión respecto a temas nacionales, esta de ninguna manera es un mandato a seguir para quienes no compartimos su credo ni mucho menos es de acatamiento obligatorio para funcionarios públicos que si bien tienen la libertad de tener sus creencias personales, a la hora de ejercer su cargo no deben permitir que estas intervengan en su obligación de legislar no solo para quienes comparten su credo y pensamiento, si no para toda la diversidad de ciudadanos que formamos esta sociedad que todos compartimos y ayudamos a construir día a día. Los tiempos en los que el poder religioso dictaba las normas de toda la sociedad quedaron en los oscuros siglos de la edad media y en algunos pocos países con regímenes teocráticos extremistas.
En un mundo en el que los fundamentalismos y los intentos por imponer un pensamiento único no han dejado más que divisiones, odio y dolor, el respeto a la diversidad y trazar una línea de separación clara entre religión y Estado es crucial para el progreso y supervivencia de la humanidad.
(*) Publicado en Diario Extra el 9 de julio de 2009
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